Junio 2020

Erika García, mujer migrante venezolana.

Habitar / Migrar

Planear el viaje por dos meses, sentada en la mesa de tu hogar en Venezuela, mientras tienes una amenaza de desalojo y poca comida en la despensa. Salir con una mochila o una maleta que pierde las ruedas porque tienes que arrastrarla por mil setecientos veintidós kilómetros, y llegar a una nueva ciudad en busca de paz y un mejor futuro para tus hijos.

Aquí se lucha por los sueños; aquí las cuatro paredes se convierten en esperanza, al inicio de una vida mejor. Aquí la esperanza de una reunión con tus seres queridos persiste.

Planear el viaje por dos meses, sentada en la mesa de tu hogar en Venezuela, mientras tienes una amenaza de desalojo y poca comida en la despensa. Salir con una mochila o una maleta que pierde las ruedas porque tienes que arrastrarla por 1722 kilómetros.

Vivir un mes en una residencia en donde hay treinta y cinco dormitorios sin llegar a contar cuántas personas duermen en cada uno de ellos. Ahora hay un espacio al que puedes llamar hogar. No es el mismo que en Venezuela. Aquí hay otros vecinos, falta una hija, hay otra estructura.

Este hogar es sinónimo de estabilidad, un lugar cálido que te recibe después del trabajo. Aquí puedes llegar a construir algo nuevo, aunque nunca dejas de pensar en los que se quedaron atrás. El barrio te acoge, la ciudad también. Aquí se lucha por los sueños; aquí las cuatro paredes se convierten en esperanza, al inicio de una vida mejor. Aquí la esperanza de una reunión con tus seres queridos persiste.

Este es un ensayo en donde una mujer migrante, Erika García, me cuenta con fotos su día a día en el sitio en donde viven ahora, su hogar. Le hago preguntas todos los días y vamos construyendo un relato acerca de la teoría de los espacios grises, lugares en los que vivir dignamente no es una opción, y en donde viven la eterna temporalidad muchas de las familias migrantes en proceso de movilidad humana.

Aquí es donde se criminaliza la migración, cuando dejan de ser parte del sistema de ciudad y habitan en pequeños espacios que están en una frontera urbana, donde la comunicación no logra pasar y se queda con lo que se ve en noticieros; quedando poco a poco fuera de los planes urbanos, se vuelven invisibles, se vulneran sus derechos, comienza un habitar sin pertenecer. Durante tres meses mediante su cámara comparto con ellos, conozco su hogar desde lo íntimo, desde el pertenecer de alguna forma a ese lugar, desde el sentir y empatizar con ella. Nos conocimos hace un año, en el refugio La Gran Sabana en Quito, Ecuador.

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